Nuestro breve siglo
por Jürgen Habermas
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I. Las continuidades poderosas
El umbral del próximo siglo atrapa nuestra imaginación porque nos lleva
a un nuevo milenio. Este corte del calendario se debe a una cronología
construida por una historia providencial, cuyo punto cero es el
nacimiento de Cristo que, desde esa perspectiva, significó una
interrupción en la historia universal. Al final del segundo milenio los
planes de vuelo de las compañías aéreas internacionales, las
transacciones globales de las bolsas de valores, los congresos
mundiales de los científicos, más todavía, los encuentros en el espacio
sideral, se ordenan de acuerdo con la cronología cristiana. Pero estas
cifras redondas, producto de la división de un calendario, no explican
los nudos temporales que son los mismos acontecimientos históricos.
Cifras como 1900 ó 2000 carecen de significado si las comparamos con
los datos históricos de 1914, 1945 ó 1989. Pero, sobre todo, los cortes
del calendario ocultan la continuidad de las tendencias que vienen de
muy atrás de una modernidad social, que pasarán intocadas el umbral del
siglo XXI. Antes de abordar la propia fisonomía del siglo XX quisiera
recordar las tendencias de larga duración que han recorrido el siglo,
tomando el ejemplo de (a), el desarrollo demográfico, (b) los cambios
en el mundo del trabajo y (c) el currículum del progreso científico y
técnico.
A) Desde principios del siglo XIX comenzó en Europa un crecimiento
vertiginoso de la población como consecuencia directa del progreso en
la medicina. Desde mediados de nuestro siglo, este desarrollo
demográfico que mientras tanto se detuvo en las sociedades prósperas ha
continuado en el Tercer Mundo de manera explosiva. Los expertos no
cuentan con un equilibrio antes del año 2030, con una población de diez
mil millones de seres humanos. Vale decir, a partir de 1950 la
población mundial se ha quintuplicado. Detrás de esta tendencia
estadística se oculta, en efecto, una fenomenología rica en cambios.
A principios de nuestro siglo, el crecimiento explosivo de la población
era percibido por sus contemporáneos como un fenómeno de masas. Pero
aun entonces este fenómeno no era muy nuevo. Antes de que Gustave LeBon
se interesara por la psicología de las masas, la novela del siglo XIX
describió la concentración masiva de individuos en las ciudades y en
los barrios, en las fábricas, las oficinas y los cuarteles, así como
también la movilización masiva de trabajadores y emigrantes, de
manifestantes, huelguistas y revolucionarios. No obstante, a principios
del siglo XX por primera vez esas corrientes, organizaciones y acciones
masivas se condensaron en fenómenos hegemónicos que dieron lugar a la
visión, por ejemplo, de José Ortega y Gasset en La rebelión de las
masas. En las movilizaciones masivas de la Segunda Guerra mundial, en
la miseria masiva de los campos de concentración, así como en las
migraciones masivas de fugitivos y en el caos masivo de las displaced
persons se despliega un colectivismo que se había anunciado en la
imagen del Leviathan de Thomas Hobbes. En esa imagen, los innumerables
individuos anónimos se han fundido en un macro-sujeto todopoderoso y
colectivo. Sin embargo, desde la mitad de este siglo se ha transformado
la fisonomía de las grandes cifras. La presencia de miles de cuerpos
reunidos y aprisionados en una marcha constante se ha transformado en
la inclusión simbólica de la conciencia de muchos individuos en las
redes de comunicación cada vez más amplias y abarcantes. Las masas
concentradas se convierten en el público disperso de los medios masivos
de comunicación. Las corrientes físicas de tráfico van en aumento: las
redes electrónicas y sus puertos o conexiones individuales han
transformado en un anacronismo a las masas reunidas en las calles y las
plazas. En efecto, el cambio de la percepción social ya no se explica
por la continuidad del crecimiento demográfico.
B) De igual modo se han llevado a cabo los cambios en el mundo del
trabajo, en ritmos largos que trasponen el umbral de nuestro siglo. La
introducción de métodos de producción que ahorran trabajo, vale decir:
el aumento de la productividad es el motor de este desarrollo. A partir
de la revolución industrial en la Inglaterra del siglo XVIII, la
modernización de la economía ha seguido la misma secuencia. La masa de
la población trabajadora que desde hace siglos laboraba en el campo se
desplaza primero al sector secundario, la industria productora de
bienes, luego al sector terciario, el del comercio, el transporte y los
servicios. Mientras tanto las sociedades post-industriales han
desplegado un cuarto sector, el del conocimiento, que domina muchas
actividades y sectores, como las industrias high-tec, los bancos o la
administración pública, que dependen de la afluencia de nuevas
informaciones y, en el último tiempo, de investigaciones y avances en
los sistemas de la informática. Todo esto se debe sin duda a una
"revolución en el sistema educativo" que no sólo suprime el
analfabetismo, sino que lleva también a una drástica ampliación de los
sectores secundarios y terciarios. Mientras la educación superior
perdía su carácter elitista, las universidades se convirtieron a menudo
en los centros de la rebelión y del descontento político.
En el transcurso del siglo XX este modelo no ha cambiado, pero su
tempo ha venido acelerándose. Desde principios de los años sesenta,
Corea dio el salto de una sociedad preindustrial a una sociedad
post-industrial, bajo las duras condiciones de una dictadura del
desarrollo y en los años de una sola ronda generacional. Esta
aceleración explica que un proceso tan conocido como la migración del
campo a la ciudad haya adquirido, en la segunda mitad del siglo XX, una
nueva y sorprendente cualidad. Dejando a un lado a China y al
continente africano del Sahara hacia abajo, el violento salto
productivo de la economía agraria mecanizada casi ha despoblado al
sector agrario. En los países de la OCDE, la población activa en una
economía agrícola altamente subvencionada alcanzó la histórica cifra de
-10%. En la experiencia del mundo de la vida corriente esto significa
una profunda ruptura con el pasado. Desde el neolítico hasta muy
avanzado el siglo XIX la vida en las aldeas o los pueblos imprimió, sin
duda, el mismo sello a todas las culturas, y se ha convertido ahora en
una trampa dentro las sociedades industriales. La decadencia del
campesinado ha transformado de raíz la relación tradicional del campo
con la ciudad. Más del 40% de la población mundial vive hoy en las
ciudades. Este proceso de metropolización destruye la ciudad misma, esa
forma de vida urbana que se originó en la antigua Europa. Aunque la
ciudad de Nueva York, el núcleo mismo de Manhattan, nos recuerde de
modo incierto al Londres y al París del siglo XIX, las desbordadas
regiones urbanas de la Ciudad de México y de Tokio, de Calcuta y Sao
Paulo, de El Cairo y Seúl o Shangai han destruido para siempre las
dimensiones comunes de "La Ciudad". Los desvanecidos perfiles de estas
megalópolis que se multiplican desde hace dos o tres decenios nos dan
la idea de una realidad que no entendemos y cuyos conceptos nos faltan.
C) Por último, una tercera continuidad es la cadena que forma el
progreso científico y técnico y sus definitivas consecuencias sociales
que avanzan a través de los siglos. Las nuevas materias primas y formas
de energía, las nuevas tecnologías industriales, militares y médicas,
los nuevos medios de transporte y comunicación que durante el siglo XX
transformaron la economía, así como las formas de vida y del
intercambio social, se debieron al conocimiento científico y los
desarrollos técnicos del pasado. Los éxitos de la técnica, como el
dominio de la energía atómica y los viajes al espacio, las
innovaciones, como el descubrimiento del código genético, y la
introducción de tecnologías genéticas en la agricultura y la medicina
transforman nuestra conciencia del riesgo, nuestra misma conciencia
moral. No obstante, esas conquistas espectaculares permanecen dentro de
los mismos caminos trazados desde hace mucho tiempo. A partir del siglo
XVII no ha cambiado nuestra actitud instrumental ante una naturaleza
transformada por la ciencia. Aun cuando nuestra intervención en la
estructura misma de la materia sea más profunda que antes y nuestros
avances en el cosmos más insólitos que nunca, no ha cambiado tampoco el
modo del dominio técnico, la decodificación de los procesos naturales.
La vida diaria saturada de tecnologías exige de nosotros los legos,
como siempre, un trato trivial con aparatos y sistemas que no
entendemos, una confianza habitual en el funcionamiento de técnicas y
redes de transmisión que ignoramos. En sociedades altamente
industrializadas, todo experto se convierte en un lego frente a otros
expertos. Max Weber había descrito ya la "ingenuidad secundaria" que
nos domina cuando manejamos el radio de transistores, el teléfono
celular, las calculadoras de bolsillo, los videocasettes y sus
reproductoras o las computadoras portátiles. Quiero decir, la
manipulación de aparatos electrónicos conocidos cuya fabricación resume
el conocimiento acumulado de varias generaciones de científicos. A
pesar de las reacciones de pánico ante el anuncio de desperfectos y
peligros de estas técnicas y aparatos, la inclusión de lo que no
entendemos en el mundo de nuestra vida diaria apenas se ha visto
amenazada, en algunos momentos, por la duda que nutren los medios
masivos de comunicación acerca de la confiabilidad del conocimiento de
los expertos y de la gran tecnología. La creciente conciencia del
riesgo no perturba la rutina diaria.
El perfeccionamiento de las técnicas de comunicación y tránsito
tiene una importancia muy distinta para el cambio a largo plazo del
horizonte de nuestra experiencia cotidiana. Los viajeros que emplearon,
en 1830, los primeros ferrocarriles habían narrado ya sus nuevas
percepciones del espacio y el tiempo. En el siglo XX, el automóvil y la
aviación civil aceleraron todavía más el tráfico de personas y el
transporte de bienes de consumo y redujeron también de modo subjetivo
las distancias. Nuestra conciencia del tiempo y el espacio ha sido
transformada de otro modo por las nuevas técnicas de transmisión,
acumulación y procesamiento de datos e informaciones. En la Europa de
fines del siglo XVIII la impresión de libros y periódicos contribuyó al
nacimiento de una conciencia histórica global y dirigida al futuro. A
fines del XIX, Nietzsche se lamentaba del historicismo de una elite
ilustrada que todo lo convertía en presente. Mientras tanto, la
separación entre el presente y un conjunto de pasados, que nuestra
vista cosifica, se ha apoderado de las masas de turistas ilustrados. El
periodismo masivo es también resultado del siglo XIX; pero el efecto
"máquina del tiempo" que producen los medios impresos se ha
incrementado por la fotografía, el cine, el radio y la televisión. La
distancias espacio-temporales ya no se "superan": desaparecen sin dejar
huella en la presencia ubicua de realidades virtuales. La comunicación
digital supera finalmente a todos los otros medios en alcance y
capacidad. Cada vez más individuos pueden obtener más rápido cantidades
diversas de información, procesarlas e intercambiarlas simultáneamente
a través de grandes distancias. Todavía no podemos apreciar las
consecuencias intelectuales de Internet, que se opone de modo más
decisivo a las costumbres de nuestra vida diaria que un nuevo aparato
electrodoméstico.
II. Dos rostros del siglo
Las continuidades de la modernidad social que atraviesan el calendario
del siglo nos enseñan de modo insuficiente lo que caracteriza al siglo
XX. Por esta razón, los historiadores rigen la puntuación de sus
narraciones más de acuerdo con los sucesos que con los cambios de
tendencias o de estructuras. El rostro de un siglo va tomando forma por
la irrupción de grandes acontecimientos. Entre los historiadores que
todavía están dispuestos a pensar en grandes unidades existe hoy un
consenso: al "largo" siglo XIX (1789-1914) le ha sucedido un "breve"
siglo XX (1914-1989). El comienzo de la Primera Guerra mundial y el
desmoronamiento de la Unión Soviética dan el marco a este antagonismo
que atraviesa dos guerras mundiales y la guerra fría. Esta puntuación
deja espacio, sin duda, para tres diferentes interpretaciones, de
acuerdo con el mundo donde se sitúe al antagonismo: en el espacio de la
economía de los sistemas sociales, en el de la política de las
superpotencias o en el espacio cultural de las ideologías. La elección
de esos puntos de vista hermenéuticos está determinada desde luego por
la lucha de las ideas que han dominado el siglo.
En la actualidad la guerra fría continúa con los medios del
trabajo historiográfico, no importa si la Unión Soviética desafía al
Occidente capitalista (Eric Hobsbawm) o si el Occidente liberal lucha
contra los regímenes totalitarios (François Furet). Ambas
interpretaciones explican de uno o de otro modo un hecho: sólo los
Estados Unidos salieron fortalecidos de ambas guerras en el mundo de la
economía, de la política y de la cultura, más aún: son la única
superpotencia que ha sobrevivido a la guerra fría. Este resultado le ha
dado al siglo el nombre de los Estados Unidos. La tercera lectura es
menos clara. Mientras se use el concepto de "ideología" en un sentido
neutral detrás del título "la época de las ideologías" (Hildebrand) se
esconde sólo una variante de la teoría del totalitarismo: la lucha del
régimen refleja la lucha de las concepciones del mundo. El mismo título
señala en otros casos la perspectiva que Carl Schmitt definió de una
guerra civil universal: a partir de 1917 chocaron los grandes proyectos
utópicos de la democracia y de la revolución universales con Wilson y
Lenin como sus representantes mayores (Ernst Nolte). Según esta crítica
de la ideología cuya filiación de derecha salta a la vista la historia
contrae el virus de la filosofía de la historia y se extravía de tal
forma que sólo a partir del año de 1989 vuelve sobre las vías de las
historias nacionales.
Desde cada una de estas tres perspectivas, el siglo XX obtiene su
propio rostro. Según la primera lectura, el más grande experimento
político que se haya llevado a cabo con seres humanos desafía y no le
da tregua al sistema capitalista internacional. La industrialización
coercitiva bajo los más crueles sacrificios le permitió a la Unión
Soviética el ascenso político a una superpotencia, pero no le aseguró
una base económica ni una política social superior o cuando menos una
alternativa de sobrevivencia al modelo del capitalismo occidental.
Según la segunda lectura, el siglo XX trae los rasgos oscuros de un
totalitarismo que suspende el proceso civilizatorio iniciado con la
Ilustración, destruye la esperanza de domesticar el poder del Estado y
el proyecto de humanizar la convivencia social entre los individuos. La
violencia totalitaria de las naciones que hacen la guerra traspasa los
límites del derecho internacional del mismo modo implacable en que la
violencia terrorista de los partidos únicos dictatoriales neutraliza en
el interior las garantías constitucionales. Mientras desde esta
perspectiva luz y sombra se reparten por igual entre las fuerzas
totalitarias y sus enemigos liberales, según la tercera lectura una
lectura post- fascista nuestro siglo se encuentra bajo la sombra de una
cruzada ideológica entre partidos, si no de la misma importancia, sí de
una mentalidad semejante. Ambas partes libran un combate concepciones
del mundo antagónicas entre distintos programas de filosofía de la
historia, cuya fuerza fanática se debe a sus proyectos religiosos
originales disfrazados de fines seculares.
En todas estas versiones aparecen los rasgos oscuros de un siglo que
"inventó" las cámaras de gas y la guerra total, el genocidio bajo el
mandato del Estado y los campos de exterminio, el lavado de cerebro, el
sistema de la seguridad del Estado y la vigilancia panóptica de pueblos
enteros. Este siglo "produjo" sin duda más víctimas, más soldados
caídos, más ciudadanos asesinados, más civiles ejecutados y minorías
expulsadas, más personas torturadas, violadas, hambrientas y
congeladas, más prisioneros políticos y fugitivos de lo que nadie nunca
habría imaginado. La violencia y la barbarie determinan el signo de la
época. De Horkheimer y Adorno hasta Braudriard y Zygmunt Baumann, de
Heidegger hasta Foucault y Derrida, los rasgos totalitarios del siglo
se han convertido en un instrumento de los mismos diagnósticos. Pero a
estas interpretaciones negativas que se dejan atrapar por el horror de
las imágenes se les escapa el reverso de las catástrofes.
En efecto, los pueblos que participaron y fueron afectados
necesitaron decenios para llegar a ser conscientes de la dimensión de
ese terror que se advirtió primero de un modo insensible y apático: el
holocausto que culmina en el exterminio metódico de los judíos
europeos. Aunque primero se le reprimió y desapareció de la conciencia,
este shock liberó energías y, más tarde, convicciones que en la segunda
mitad del siglo localizaron la geografía del terror. Para las naciones
que llevaron al mundo, en 1914, a una guerra de insólitos despliegues
tecnológicos, y para los pueblos que después de 1939 reconocieron los
crímenes masivos de una lucha de exterminio ideológica, el año de 1945
señala un gran viraje. Un viraje hacia una situación mejor, hacia la
domesticación de las fuerzas de la barbarie que florecieron, en
Alemania por ejemplo, en el suelo mismo de la civilización. ¿No
aprendimos nada de las catástrofes de la primera mitad del siglo?
La división del breve siglo XX en capítulos contrae el periodo de
las dos guerras mundiales con el periodo de la guerra fría y sugiere la
continuidad de una guerra incesante de los sistemas, de los regímenes y
las ideologías por más de setenta y cinco años. Sin embargo, aquí
desaparece el significado del acontecimiento que representa un divisor
de aguas histórico, pues no sólo dividió al siglo XX desde la
perspectiva cronológica, sino también económica, política y, sobre
todo, normativa. Me refiero a la derrota del fascismo. Las fuerzas
liberales, de izquierda y revolucionarias sociales se reunieron por
primera vez en España para defender la República. Por las
características de la guerra fría se olvidó muy pronto el significado
ideológico de la alianza de las potencias occidentales con la Unión
Soviética, una alianza que luego apareció como "antinatural". Pero el
triunfo y la derrota de 1945 descalificaron por mucho tiempo esos mitos
que, desde fines del siglo XIX, se lanzaron en amplios frentes contra
la herencia de la revolución de 1789. La victoria de los aliados puso
no sólo las condiciones necesarias para el desarrollo democrático de la
República Federal de Alemania, de Japón y de Italia, sino también de
España y Portugal. Todas las legitimaciones por lo menos las que de
manera verbal le rindieron tributo al espíritu de la ilustración
política perdieron entonces el suelo de la realidad.
Un cambio de clima tuvo lugar, después de 1945, en el invernadero
de las ideas. Sin él no habría tenido lugar la única, indudable,
innovación cultural del siglo: la revolución de las artes plásticas, la
arquitectura y la música. Después de 1945 el arte alcanzó una validez
universal, se habló entonces en la forma del pasado de la "modernidad
clásica". El arte vanguardista había creado hasta principios de los
años treinta un repertorio de formas y técnicas nuevas e insólitas con
las que el arte internacional, en la segunda mitad del siglo, siempre
experimentó sin trascender nunca el horizonte de sus posibilidades
creativas. Quizá Martin Heidegger y Ludwig Wittgenstein fueron los
únicos dos filósofos que lograron escribir una obra tan original, y
tener una influencia histórica tan decisiva, como la del arte
vanguardista de los treinta; por cierto, ambos escribieron su obra al
mismo tiempo, y ambos se apartaron del espíritu de la modernidad.
Sea como fuere, el cambio en el clima cultural constituyó el fondo
de tres tendencias políticas que, desde el periodo de la postguerra
hasta los años ochenta, cambiaron también el rostro de nuestro siglo:
a) la guerra fría; b) la descolonización; c) la construcción del Estado
de bienestar social en Europa.
A) La espiral de la carrera armamentista, tan grandiosa como
exhaustiva, mantuvo a las naciones amenazadas en el terror; pero el
cálculo enloquecido de un equilibrio del terror MAD era la irónica
abreviatura de "mutually assured destruction" evitó como sea el
comienzo de una guerra caliente. La posibilidad de que las
superpotencias enloquecieran y rompieran el pacto el acuerdo racional
entre Reagan y Gorbachov en Reikiavik señaló el final de la carrera
armamentista nos hace ver retrospectivamente a la guerra fría como un
proceso de autodominio lleno de riesgos y de alianzas entre países con
armas nucleares. De igual modo puede describirse la pacífica implosión
de un imperio mundial la Unión Soviética, cuyos gobernantes
reconocieron la ineficacia de un modo de producción supuestamente
superior y la derrota en la lucha económica, en lugar de desviar hacia
el exterior los conflictos internos y transformarlos en aventuras
militares
B) La descolonización tampoco fue un solo proceso lineal. En
retrospectiva, las antiguas potencias coloniales sólo libraron combates
en la retaguardia. Los franceses se defendieron inútilmente en
Indochina contra los movimientos de liberación nacional; en 1956, los
británicos y los franceses fracasaron en su aventura del canal de Suez;
en 1975, los Estados Unidos pusieron fin a su intervención en Vietnam,
una guerra con enormes pérdidas humanas de diez años. El año de 1945 no
sólo se derrumbó el imperio del Japón derrotado, en el mismo año
surgieron Siria y Libia como países independientes. En 1947, los
británicos se retiraron de la India; al año siguiente, nacieron Burma,
Israel, Indonesia y Sri Lanka. Más tarde lograron su independencia las
regiones del Islam occidental, desde Persia hasta Marruecos, poco a
poco los países del Africa central y, por último, las colonias
restantes en el sudeste asiático y en el Caribe. El fin del apartheid
en Sudáfrica y el regreso de Hong Kong y Macao a China clausuraron un
proceso que, por lo menos formalmente, destruyó la dependencia de los
pueblos coloniales. Al mismo tiempo estos flamantes países, muchas
veces divididos por guerras civiles, conflictos culturales y luchas
tribales, fueron aceptados como miembros con los mismos derechos en la
Asamblea General de las Naciones Unidas.
C) La tercera tendencia revela una ventaja inequívoca. En las
democracias prósperas y pacíficas de Europa occidental y en menor
escala en los Estados Unidos y en otros países surgieron economías
mixtas que permitieron la continua ampliación de los derechos civiles
y, por primera vez, una efectiva realización de derechos sociales
fundamentales. Entre principios de los años cincuenta y principios de
los setenta, el explosivo crecimiento económico mundial, la
cuadruplicación de la productividad industrial y el aumento diez veces
mayor del comercio internacional incrementaron a su vez las
desigualdades entre las regiones pobres y ricas. Los gobiernos de los
países de la OCDE, que en esos dos decenios contribuyeron con tres
cuartos de la producción mundial y el 80% del comercio internacional,
aprendieron tanto de las experiencias catastróficas del periodo de
entre las dos guerras, que se propusieron una política económica
inteligente, volcada hacia la estabilidad interna, con tasas de
crecimiento relativamente altas, construyendo y ampliando un
impresionante sistema de seguridad social. En las democracias masivas
con un Estado de bienestar social, la forma económica altamente
productiva del capitalismo se controló como nunca antes por la
sociedad, y se concertó más o menos con la idea democrática de los
Estados constitucionales.
Estas tres tendencias son, desde la perspectiva de un historiador
marxista como Eric Hobsbawm, razón suficiente para celebrar los
decenios de la post-guerra como una "época dorada". Sin embargo, a
partir de 1989 la opinión pública percibió el final de esta época. En
los países donde el Estado de bienestar social era considerado, por lo
menos en retrospectiva, como una conquista política y social, la
resignación ejerce su dominio. El fin del siglo se encuentra bajo el
signo de un Estado de bienestar social y un capitalismo controlado en
peligro, así como la inminente resurrección de un neoliberalismo
implacable. Hobsbawm narra, con el tono de un escritor de la decadencia
del imperio romano, esa atmósfera melancólica y desconsolada donde sólo
se escucha la estridente música tecno:
El corto siglo XX termina con problemas para los que nadie tiene
una solución, ni parece tenerla. Mientras los ciudadanos del fin de
siglo se abrieron un camino a través de la niebla global rumbo al
tercer milenio, sólo sabían con certeza que una época histórica llegaba
a su fin. No sabían mucho más que esto.
Los antiguos problemas de la paz y de la seguridad internacional, de
las desigualdades económicas entre Norte y Sur, así como el peligro de
los desequilibrios ecológicos eran desde entonces de naturaleza global.
Todos se complican ahora por otro problema, hasta ahora desconocido,
que cubre a los demás. Si en el proceso de globalización del
capitalismo hay un golpe más, esta vez definitivo, se limitará también
la capacidad de acción de ese grupo selecto de Estados que, al
contrario de los Estados económicamente dependientes del Tercer Mundo,
habían logrado conservar una relativa independencia. La creciente
globalización económica significa el desafío más importante para el
orden social y político de la Europa surgida de la post-guerra. Una
salida podría consistir en que la fuerza reguladora de la política
hiciera crecer de nuevo a los mercados que escaparon al control de los
Estados nacionales. ¿O la falta de una orientación iluminadora en el
diagnóstico de la época nos enseña que sólo podemos aprender de las
catástrofes?
III. ¿El fin del Estado de bienestar social?
Ironías de la historia. Las sociedades desarrolladas enfrentan a fines
del siglo la vuelta de un problema que, al parecer, creyeron haber
solucionado bajo la presión de la lucha de los sistemas. El problema es
tan antiguo como el capitalismo: ¿cómo aprovechar efectivamente el
descubrimiento y la localización de mercados que se regulan a sí
mismos, sin tener que cargar con las distribuciones desiguales y los
costos sociales que han sido, a su vez, irreconciliables con las
condiciones de integración de las sociedades liberales y democráticas?
En las economías mixtas de Occidente, el Estado dispuso de una parte
muy importante del producto social, y también de un espacio para
transferencias y subvenciones, quiero decir: para una efectiva
infraestructura y una política social y de ocupación. El Estado pudo
afectar el marco de la producción y la distribución para también
incidir en el crecimiento, la estabilidad de los precios y el empleo.
Dicho de otro modo: por una parte el Estado podía favorecer medidas que
estimularan el crecimiento; por la otra, promover al mismo tiempo la
dinámica económica y asegurar la integración social.
Dejando a un lado las enormes diferencias, el sector de la política
social en países como los Estados Unidos, Japón y la República Federal
de Alemania se extendió en los años ochenta. Sin embargo, desde
entonces empezó un cambio de tendencia: el auge del rendimiento se
redujo. Se dificultó el acceso a los sistemas de seguridad y aumentó el
desempleo. La reforma y reducción del Estado de bienestar social ha
sido la consecuencia inmediata de una política económica orientada
hacia la oferta, que busca entre otras cosas una desregulación de los
mercados, la reducción de las subvenciones, el mejoramiento de las
condiciones de inversión, una política monetaria y fiscal anti -
inflacionaria, así como la reducción de los impuestos directos, la
privatización de empresas estatales y otras medidas semejantes.
La liquidación del Estado de bienestar social tuvo, sin duda, una
consecuencia directa: las crisis que había logrado detener resurgieron
con más fuerza. Esos costos sociales dañaron la capacidad política de
integración de una sociedad liberal. Los indicadores revelan de modo
inequívoco un aumento de la pobreza, de la inseguridad social, de
desigualdad de los salarios; todo esto resume las tendencias de la
desintegración social.1 El abismo entre los empleados, los subempleados
y los desempleados aumenta cada día más. Con el aumento de los
excluidos del empleo, de la educación continua, de las subvenciones
estatales, del mercado de la vivienda, de los recursos familiares,
surgen las subclases. Estos indigentes excluidos del resto de la
sociedad ya no pueden dominar por sí mismos su propia condición
social.2 Sin embargo, una falta de solidaridad como ésta destruye a la
larga toda cultura política liberal, cuyo proyecto universal es
imprescindible para las sociedades democráticas. Por otra parte, los
acuerdos mayoritarios —que cumplen todas las formalidades— muchas veces
socavan la legitimidad de los procedimientos y las instituciones,
porque sólo reflejan los miedos de los grupos amenazados con el
descenso social, es decir, reflejan las atmósferas populistas de
derecha.
Los neoliberales que reconocen y aceptan una gran cantidad de
desigualdades sociales, y que están convencidos de la justicia
inherente de los mercados financieros internacionales, evalúan esta
situación de modo diferente a las personas que todavía defienden los
principios de "la era socialdemócrata", porque saben que los derechos
sociales no son sino una suerte de fajas de la ciudadanía democrática.
Pero ambas partes describen el dilema de modo muy semejante. Sus
diagnósticos terminan en un hecho: los regímenes nacionales han entrado
en una aventura en la que nadie gana nada, una aventura donde las
inevitables metas económicas se obtienen sólo a expensas de los fines
políticos y sociales. En el marco de la globalización de la economía,
los Estados nacionales sólo pueden mejorar su capacidad de competencia
internacional si limitan su poder estatal de configurar los sectores
sociales. Todo esto justifica las "políticas de des-incorporación" que
dañan seriamente la cohesión social y someten a una dura prueba la
estabilidad democrática de la sociedad.
Ralph Dahrendorf llama a este dilema "la cuadratura del círculo":
"Se trata de unir tres cosas sin conflictos: conservar y fortalecer la
capacidad de competencia en el viento huracanado de la economía
internacional; no sacrificar la cohesión social ni la solidaridad; y
llevarlas a cabo bajo las condiciones y en las instituciones de una
sociedad libre". En este ensayo no puedo intentar una descripción
aceptable de este dilema, ni tampoco fundamentarla. Se podría resumir
en dos temas: 1) Los problemas económicos de las sociedades prósperas
se explican por la transformación estructural que se resume con la idea
de la globalización del sistema económico internacional. 2) Esta
transformación restringe a los Estados nacionales de tal forma en su
capacidad de acción, que las opciones que les quedan no bastan para
amortiguar las indeseables sacudidas de un mercado trans-nacionalizado.
El Estado nacional cuenta cada vez con menos opciones. Dos de
ellas han quedado excluidas: el proteccionismo y la vuelta a una
política económica orientada a la demanda. Hasta donde los movimientos
del capital pueden controlarse todavía, una política proteccionista
dentro de las economías nacionales, bajo las condiciones de la
globalización, tendría consecuencias inaceptables. Los programas
estatales de empleo fracasan actualmente no sólo por el endeudamiento
de los presupuestos públicos, sino también porque han dejado de ser
efectivos dentro de los marcos nacionales. Bajo las condiciones de una
economía globalizada, el "keynesianismo en un solo país" ya no
funciona. En este contexto, tiene más perspectivas una política de
previsión, inteligente y preocupada por la adaptación de las
condiciones nacionales a las de la competencia global. Las medidas
acreditadas siguen teniendo solvencia: una política industrial
previsora, el incremento de la investigación y el desarrollo, es decir,
de innovaciones futuras, la profesio nalización de la fuerza de
trabajo, el mejoramiento de la educación, así como una coherente
flexibilidad en el mercado de trabajo. Estas medidas traen a mediano
plazo ventajas dentro del país; sin embargo, no transforman las
desventajas en la competencia internacional. Por donde quiera uno
verla, la globalización de la economía destruye siempre la tradición
histórica que hizo posible transitoriamente el compromiso del Estado de
bienestar social. Aunque este compromiso no sea la solución ideal de un
problema inherente al capitalismo, mantuvo siempre los costos sociales
dentro de límites aceptables.
Hasta el siglo XVII, en Europa se formaron Estados que se
caracterizaron por el dominio soberano de un territorio, y fueron muy
superiores en su capacidad de control a las antiguas formaciones
políticas como antiguos reinos o ciudades-Estado. El Estado moderno se
distinguió del tráfico y del mercado económicos jurídicamente
establecidos por ser un Estado administrativo específico. Al mismo
tiempo era un Estado recaudador dependiente de la economía capitalista.
En el transcurso del siglo XIX, ese Estado se constituyó como un Estado
nacional con formas democráticas de legitimación. En algunas regiones
privilegiadas, bajo las circunstancias favorables de la post-guerra, se
desarrolló un Estado nacional que se ha convertido, mientras tanto, en
un ejemplo internacional. Me refiero a un Estado de bienestar social
que logró reglamentar una economía nacional intocada en sus mecanismos
de autocontrol. Esta eficaz combinación se encuentra amenazada por la
globalización de una economía que escapa a las intervenciones de este
Estado regulador. En las actuales dimensiones, las funciones del Estado
de bienestar social sólo pueden cumplirse cuando pasan del Estado
nacional a unidades políticas que se adelantan en cierta medida a una
economía trans-nacionalizada.
IV. ¿Más allá del Estado nacional?
Por todo lo anterior es necesario revisar la construcción de las
instituciones supranacionales. Así se explican las alianzas económicas
continentales como el TLC o la APEC, que permiten acuerdos mayores
obligatorios y con bajas sanciones entre los gobiernos. Las ganancias
de la cooperación son más grandes que los proyectos más ambiciosos como
la Unión Europea. Porque con los regímenes continentales surgen no sólo
territorios donde la moneda se unifica y se reducen los riesgos del
tipo de cambio, sino uniones políticas más considerables y con
funciones jerárquicas muy definidas.
Por su estructura geográfica y económica más extensa, un régimen
así llegará a obtener en el mejor de los casos ventajas en la
competencia económica global y fortalecerá su posición ante los otros
regímenes. La creación de uniones políticas más extensas lleva a
alianzas defensivas ante el resto del mundo; pero no cambia el modo de
la competencia económica local, ni significa tampoco un cambio en el
curso de la adaptación al sistema transnacional de la economía, ni
mucho menos al intento de modificar su influencia política.
Por otra parte, estas uniones políticas cumplen con la condición
necesaria para recuperar el terreno perdido de la política ante las
fuerzas de la globalización de la economía. Con cada nuevo régimen
supranacional se reduce el club de los actores políticos muy selectos,
los que tienen una capacidad de acción global, es decir: los que son
capaces todavía de pactar cooperaciones.
¿Cuánto más difícil que la unión política de los Estados europeos
es el proyecto de un orden económico mundial? En todo caso, cuando este
orden no sólo sea el mercado que reglamentan el Banco Mundial y el
Fondo Monetario Internacional, sino el espacio de la formación de una
voluntad política mundial que asegure la obligación de las decisiones
políticas. Ante la presión exagerada que ejerce la globalización de la
economía sobre el Estado nacional se impone en abstracto una
alternativa: la transferencia a instancias supranacionales de las
funciones que los Estados sociales tienen en el marco nacional. Pero en
esta dimensión falta un modo de coordinación política que pueda dirigir
el tráfico internacional de los mercados ante consecuencias indeseables
de tipo ecológico y social. En efecto, los 180 Estados soberanos están
unidos por una red de instituciones más allá de las organizaciones de
las Naciones Unidas. Aproximadamente 350 organizaciones gubernamentales
—de las cuales más de la mitad fueron fundadas después de 1960— tienen
funciones económicas, sociales y sirven para asegurar la paz. Pero
todavía son demasiado débiles para tomar decisiones políticas
obligatorias y, por lo tanto, hacerse cargo de funciones normativas
determinantes en los territorios de la economía, la seguridad social y
la ecología.
Nadie persigue por su gusto una utopía. Mucho menos ahora cuando todas
las energías utópicas, al parecer, se han desgastado. No creo que mi
diagnóstico de 1985 en torno a la crisis del Estado de bienestar social
y el agotamiento de las energías utópicas haya perdido actualidad por
la impredecible desaparición de la Unión Soviética. La idea de una
política que rebase y deje atrás a los mercados ni siquiera se ha
articulado como un proyecto; en este sentido, no existe en las ciencias
sociales un esfuerzo conceptual digno de mención. Habría que diseñar
ejemplos de un imaginable equilibrio de intereses de todos los
participantes, para contar por lo menos con el perfil de las
instituciones que se harían cargo del problema. La abstinencia de las
ciencias sociales se entiende si partimos del hecho de que este
proyecto debería legitimarse desde los intereses reales de los Estados
y sus habitantes, y llevarse a cabo por fuerzas políticas
independientes. Desde la interdependencia asimétrica entre los países
desarrollados, neo-industriales y subdesarrollados, en una sociedad
global estratificada aparecen intereses y contradicciones
irreconciliables. Pero esta perspectiva seguirá existiendo mientras no
logremos institucionalizar un procedimiento de formación de la voluntad
política transnacional, que apremie a los actores -capaces de una
acción global a la ampliación de un global governance según sus
preferencias y sus puntos de vista.
Los procesos de globalización no económicos nos han acostumbrado
poco a poco a otra perspectiva: la limitación de los escenarios
sociales, el mancomún de los riesgos y el encadenamiento de los
destinos colectivos son cada vez más claros. Mientras el aceleramiento
y la condensación del tránsito y la comunicación encoge y reduce las
distancias espaciotemporales, la expansión de los mercados hasta las
fronteras del planeta y la explotación de los recursos se topan con los
límites de la naturaleza. El horizonte se ha contraído y no nos permite
externar a mediano plazo las consecuencias de las acciones: podemos
cada vez menos cargar a los otros los costos y los riesgos sin temer
sanciones a los otros sectores de la sociedad, a las otras regiones
lejanas, a otras culturas o a las generaciones futuras. Todo esto es
evidente tanto en los riesgos ilimitados de la gran técnica como en la
producción de los deshechos nocivos de las sociedades del bienestar,
que amenazan todas las regiones del planeta. ¿Cuánto tiempo más
podremos cargar a los sectores superfluos de la población trabajadora
los costos sociales?
En efecto, nadie puede esperar de los gobiernos acuerdos
internacionales y reglamentaciones que luchen contra esos peligros,
como en las arenas nacionales se lucha por conseguir el apoyo y la
reelección de sus candidatos, menos aún si se trata de actores
políticos independientes. Cada uno de los Estados debe hacer todo esto
perceptible en la política interior, sobre todo en los procedimientos
de cooperación de una comunidad de Estados cosmopolita. La cuestión
principal es la siguiente: si en las sociedades civiles y en los
espacios públicos de gobiernos más extensos puede surgir la conciencia
de una solidaridad cosmopolita. Sólo bajo la presión de un cambio
efectivo de la conciencia de los ciudadanos en la política interior,
podrán transformarse los actores capaces de una acción global, para que
se entiendan a sí mismos como miembros de una comunidad que sólo tiene
una alternativa: la cooperación con los otros y la conciliación de sus
intereses por contradictorios que sean. Antes de que la población misma
no privilegie este cambio de conciencia por sus propios intereses,
nadie puede esperar de las élites gobernantes este cambio de
perspectiva: de las relaciones internacionales a una política interior
universal.
Un ejemplo alentador es la conciencia pacifista que, después de dos
salvajes guerras mundiales, se ha articulado y, partiendo de las
naciones que participaron en ellas, se ha extendido en muchas naciones
del planeta. Sabemos que este cambio de conciencia no ha impedido las
guerras locales, ni muchas guerras civiles en otras regiones del
planeta. Pero como una consecuencia del cambio de mentalidad se han
transformado tanto los parámetros de las relaciones entre los Estados,
que la Declaración de los Derechos del Hombre de las Naciones Unidas
condenó las guerras de agresión y los crímenes contra la humanidad y,
de este modo, pudo superar el débil efecto normativo de reconocidas
convenciones públicas. Es cierto: este cambio no es suficiente para
lograr la institucionalización de procedimientos económicos
internacionales de carácter relevante, prácticas y reglamentaciones que
permitan la solución de problemas globales. Lo que falta es la urgente
formación de una solidaridad civil universal (Weltbürgerliche
Solidarität ) que tendría ciertamente una calidad menor a la
solidaridad civil estatal dentro de los Estados nacionales. La
población mundial se ha convertido, desde hace muchos años, en una
comunidad de constantes riesgos involuntarios. Por esto no es imposible
que, bajo la presión de ese avance histórico e inconmensurable de la
abstracción, continuemos con el proceso que lleva de las dinastías
locales a la conciencia nacional y democrática.
La institucionalización de procedimientos para conciliar
intereses, su generalización y la construcción de intereses comunes no
tendrá lugar bajo la forma (de ningún modo deseable) de un Estado
universal. Deberá contar con la propia independencia, la propia
voluntad y la cohesión de los antiguos Estados nacionales. ¿Pero cuál
es el camino que nos lleva hacia allá? Thomas Hobbes se preguntaba:
¿cómo se pueden equilibrar las expectativas de la conducta social? En
el proceso de globalización, la capacidad de cooperación de los
egoístas racionales se encuentra rebasada. Las innovaciones
institucionales no tienen lugar en sociedades cuyas élites
gubernamentales son capaces de tales iniciativas si no encuentran antes
la resonancia y el apoyo en las orientaciones valorativas reformadas de
sus poblaciones. Por esta razón los primeros destinatarios de este
proyecto no pueden ser los gobiernos, sino los movimientos sociales y
las organizaciones no gubernamentales, es decir, los miembros activos
de una sociedad civil que trasciende las fronteras nacionales. Sea como
fuere, la idea nos lleva a pensar que la globalización de los mercados
debe ser reglamentada por instancias políticas: las arduas relaciones
entre la capacidad de cooperación de los regímenes políticos y la
solidaridad civil universal (Weltbürgerliche Solidarität).
Traducción de José María Pérez Gay
1W. Heitmayer: Was treibt die Gesellschaft auseinander? [¿Por qué se desintegra la sociedad?], Frankfurt, 1997.
2N. Luhmann: Jenseits der Barbarei [ Más allá de la barbarie], Frankfurt, 1996
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