Entrevista con Jean François Lyotard

Las metamorfosis de Malraux

Philippe Bonnefis

 

Jean François Lyotard ha sido profesor de filosofía en Francia y en numerosas

universidades extranjeras. Ha escrito una treintena de libros sobre el arte, la

filosofía, la sociedad contemporánea y la cuestión de la posmodernidad, entre

los cuales están El diferendo (1984), Deriva a partir de Marx y Freud (1973),

Heidegger y los judíos (1988), Moralidades posmodernas (1993). En esta

conversación con Philippe Bonnefis, el filósofo de la condición posmoderna

explora los interiores y las tinieblas de la vida de Malraux, a raíz de la

publicación de su "hipobiografía" Firma: Malraux.

 

Jean François Lyotard como lector de Malraux resulta bastante inesperado, ¿no

es así?

­En efecto, nada hacía prever este libro. Debemos respetar su naturaleza

accidental. Lo cual no excluye una afinidad, al contrario. Cuando era joven,

antes y durante la guerra, el autor de La condición humana, de La esperanza y de

Les Noyers de l'Altenbourg me impresionaba. Malraux era el nombre de una

escritura y de un pensamiento en el cual se planteaba con severidad el problema

de la creencia. Al salir de una larga crisis espiritual, me parecía claro que

"la cuestión" era exactamente la que se planteaba Malraux: ¿qué hacer, una vez

derrumbados los grandes objetos de fe, Dios y el hombre (en 1945, ya no era

posible ser humanista), cómo vivir y pensar con semejante duelo? Malraux estaba

obsesionado por esa pregunta. Todo giraba en torno a ella. Y así siguió hasta el

final. En los últimos años de la década de los treinta y principios de la de los

cuarenta, yo era un alumno de liceo, poco politizado, que trataba más bien de

reflexionar sobre la escritura, que leía a los poetas, mientras la masacre

explotaba rabiosamente a mi alrededor. Algunos años más tarde, me convertiría en

un político muy comprometido. Pero "la cuestión" seguía en suspenso, a pesar de

las convicciones. Malraux representó para mí una manera de acceder a la política

mediante el duelo de la política.

­Pero, ¿por qué esa corriente subterránea resurge justamente a principios de los

noventa? ¿Es porque ahora Malraux parece haberse vuelto legible de nuevo?

­Esta pregunta implica una respuesta doble. Una, que se refiere a la coyuntura

sociopolítica, literaria, teórica: digamos, para abreviar, que al final de los

años ochenta el descrédito que sufría el género novelístico como tal declinó. Se

publican obras narrativas, en ocasiones clásicas. Se permite leer novelas,

releerlas. Pero, sobre todo, hay que invocar una temporalidad completamente

distinta que la de las circunstancias. Ésa es la que tanto interesaba a Malraux:

las obras aparecen, desaparecen, reaparecen siguiendo ritmos que ignoramos. Son

llamadas o proscritas por las necesidades de la creación presente, que son

imprevisibles. Habría que preguntarse por obras recientes con las cuales Malraux

puede extrañamente "rimar" o hacer consonancia...

­Entiendo lo de Malraux, pero, ¿por qué "Una vida de Malraux"? ¿Un caballo de

Troya en la fortaleza biográfica?

­Sucumbí a un placer tal vez insolente: desafiar lo que hay de estupidez en el

proyecto biográfico ordinario, que consiste en buscar en la vida la razón de la

obra. Si hay algún caballo de Troya en esto, fue Malraux quien lo introdujo. Más

que impedir la biografía, cambió la jugada al hacer de su vida una obra. Un

acontecimiento en bruto no tiene ningún valor para él, no existe siquiera, en

tanto no está firmado, asumido, puesto en escena. Es entonces cuando se vuelve

"hecho poético", y la vida de Malraux debe leerse como un libro de leyendas. Mi

lectura siguió esa pauta. Debía escribirse entonces en relación con el leguaje,

que fue "novelesco". El libro no es novelado, tampoco es histórico, pero su

escritura es literaria, si es que la palabra tiene algún sentido; y para el

filósofo que soy, ese sentido es el de una muy antigua tentación siempre negada.

 

­Sobre la biografía, Sartre declaraba: "Una cultura debe situarse siempre de

abajo hacia arriba, y no debe mirarse a la gente como lo hacen los burgueses, a

media altura a partir del estómago; ven las manos, los hombros, el rostro, y es

allá arriba donde se escriben las biografías. En realidad, una biografía debería

escribirse partiendo de abajo, de los pies, de las piernas que sostienen, del

sexo, en resumen, empezar por la otra mitad del cuerpo." Su "hipobiografía",

como usted la bautiza, ¿tiene alguna relación con el proyecto sartreano?

­El principio expuesto por Sartre es, como siempre, de buena dialéctica

inspirada por la mala conciencia: el punto de vista verdadero es el del menos

favorecido. Suponiendo que así fuera, ¿quién dice que ese punto de vista se

obtiene mediante una inversión simple, como el de la cabeza a los pies? ¿Quién

dice que el sexo y los pies, con todo y lo desfavorecidos que puedan parecer

dentro del proyecto burgués, no están secretamente al mando del más favorecido?

­El más desfavorecido en su caso sería el cuerpo, en tanto que está destinado a

los gusanos, a la tierra. El libro comienza por la fosa.

­¿Resulta desfavorecido? Hay en Malraux la sensación de un abajo, la fobia hacia

una zanja hormigueante de gusanos que nos espera. Nosotros seremos devorados y

los gusanos se perpetuarán. Pero ese terror da lugar a una ontología de la

Repetición Inútil subterránea, entiéndase muda, pues también ella es

cosmológica. Y es a partir de esta representación tenebrosa de la vida, que "la

cuestión" puede en verdad plantearse, la cuestión de la creación o de la

maravilla.

­Así, ¿es una "hipobiografía" porque se refiere a esa vida subterránea?

­Porque es, en suma, una biografía hipotética.

­El bios que se encuentra en "biografía", usted nos conduce a leerlo como el

bios que está dentro de "biología":la vida reducida al cuerpo, como una

equivalencia que cae por su propio peso.

­Ese cuerpo posee sobre el espíritu la ventaja terrible de tener que enfrentar

experiencias que el espíritu no puede siquiera pensar: la muerte y el sexo. Es

decir, los dos grandes aspectos de la repetición: corrupción y renacimiento. El

cuerpo, que usted llama biológico, es por principio para Malraux ese cuerpo

"destinado". El destino en él no es más que eso, la muerte y la reproducción.

­Pero ese destino no hace una historia, la carne tiene una historia, no ese

cuerpo. Lo queramos o no, una biografía es una historia que contamos. ¿Qué clase

de historia podrá contar esta biografía?

­Existen los acontecimientos que desfilan en "la corriente de las cosas", como

dice Malraux, prisioneros de la sucesión que se repite, de la vida extinta y de

la Repetición Inútil. Y luego, lo que llega puede repentinamente adquirir una

intensidad, revestir una presencia insólita, como si un signo hiciera su

aparición en medio del flujo monótono de las representaciones. Digo aparición

porque la extraña mutación es siempre fulminante y precaria, si hemos de creerle

a Malraux. Y también porque, como el espasmo visionario, trastorna el cuerpo.

Así que eso es lo que queda por contar: en el seno de la sucesión histórica

ordinaria, esta extraña "historia de los signos" que no tiene orden y no es

sucesiva. Es por eso que utilicé elipsis, montajes en secuencias estrelladas en

la diacronía lineal. Elipsis que hacen cortocircuito en la factualidad temporal,

mientras que, sin embargo, negocian con ella para contar historias.

­Precisamente: "Todo Malraux será llamado cubista hasta el final", escribe

usted. Y agrega: "Tenía necesidad de sequedad, de cubismo, y de que la vida

fácil y estúpida se rompiera los dientes contra el hueso de una disciplina." Ahí

se define admirablemente un estilo de vida. Con más razón aún el estilo de una

obra montada, como usted lo muestra, en escenarios elípticos. Pero también queda

definido, me parece, el estilo de la biografía de Malraux que usted propone.

También cubista, desde más de un punto de vista.

­El filo de esta alternativa es lo que ha sostenido la radicalidad del cubismo

desde los comienzos. Desde que publicósu primer artículo, "Los orígenes de la

poesía cubista", Malraux, aún muy joven, manifiesta su admiración por las obras

de los Max Jacob, Reverdy y Cendrars, porque éstas hacen entrar en la realidad

un imaginario más real que ella misma, por medio de procedimientos de

distanciación controlados. Los cines ruso y alemán de los años treinta ejercen

sobre él una intensa atracción a causa de las síncopas de planos o de secuencias

mediante las cuales el relato se emancipa de la imitación realista. Y Malraux

encontrará virtudes análogas en lo que él concibe con el nombre de periodismo.

Habría que citar todos los textos de crítica literaria y artística desde el

principio hasta el final, y prefiero evitarlo. La elipsis, más que una figura

estilística, es un nombre genérico para "los medios" que la pluma, el pincel, la

cámara o el cincel emplean para liberar el más allá presente de los sucesos

reales, objetivos. A falta de esta disciplina, la escritura no hará más que

favorecer la ilusión subjetiva. Agrego que habría que extender esta regla

intransigente a las acciones: la política de Malraux es cubista, y también lo

son sus aventuras y sus guerras. "Farfelu" es una palabra divertida que

significa la dura disciplina que lo imaginario debe ejercer sobre la viscosa

realidad. En fin, hay que subrayar que, en todo caso, maravilla de la obra o

recaída de la Repetición Inútil, el resultado del trabajo no pertenece al

trabajador sino a un poder que lo excede. Eso será "una vez más aún" o bien

"como nunca"... Y la diferencia no es fácil de discernir.

­Sobre la Repetición Inútil, me gustaría formular dos observaciones. La primera

se refiere a la asimilación que usted opera de su necedad obsesiva con el canto

de las larvas. Abre la boca y salen, no palabras, sino insectos. Habla la lengua

de las hormigas, de los ciempiés... Mi pregunta no se refiere, evidentemente, a

la asimilación en sí misma, sino a la redistribución jerárquica de las obras de

Malraux que es la secuencia lógica ­a partir de El camino real­ que todas ellas

siguen. Pasan a segundo plano textos tan comentados como La condición humana, La

esperanza, El espejo de los limbos. ¿Como si la jungla asiática, esa selva

hormigueante de gusanos, ese Urwald, ofreciera a la obra entera algo, para

usted, como su escena primitiva...?

 ­Es imposible comprender lo que se juega en la vida Malraux, o la obra Malraux,

si hacemos de la incursión en la selva khmer una aventurada chifladura. Malraux

va a buscar a Bantai Srey la evidencia de su deseo, que él toma en el extremo de

su ambivalencia. Ahí encuentra el espanto en la forma de muerte hormigueante de

gusanos, y encuentra la prueba del más allá presente en los rasgos de una

estatuaria sagrada, tesoro de trascendencia depositado desde hacía siglos en

plena gusanera. Pero es esa incursión la que proporciona la sustancia de El

camino real. La novela es quizá mucho más pesimista de lo que resultó el asunto

indochino: el proyecto de Perken, o su tentación, de dejar su huella en la

selva, de dejar una cicatriz en la historia ­lo que atañe a un político tanto o

más que a un aventurero­, sufre un fracaso, cuya anticipación es el fiasco

inicial en el burdel somalí. Dicho esto, yo no llegaría a dar a la novela khmer

prioridad sobre todas las obras restantes. Más que un privilegio singular, El

camino real comparte, con muchas otras obras, lo que del Este ha dejado rastro

en la geografía de Malraux: en Oriente, lo real de la realidad, su imaginario

más poderoso, se deja ver y pensar. Chinos, indochinos, hindúes y musulmanes,

todos tienen para Malraux, en alguna medida, una virtud desconocida por Europa:

saber pensar la Repetición Inútil, volverla obra y sabiduría, sin ocultarla

mediante acciones voluntarias.

­Pero, volviendo una vez más al tema, ¿ese motivo de la Repetición Inútil puede

cambiar de valor? Y, por ejemplo, ¿es posible imaginar que existan formas

positivas de ese motivo? ¿No es incluso eso lo que tenemos que imaginar a toda

costa, cuando oímos decir que un hombre político como De Gaulle finalmente no

hace nada más que reflejar en actos la larga secuencia de sus metamorfosis

(Clovis, Carlos VII, Juana de Lorena, Richelieu, Colbert, el Emperador, el gran

Carnot y Clemenceau); cuando nos invitan a considerar al elefante como "el más

sabio de los animales" con el pretexto de que es el único que recuerda sus

vidas anteriores; cuando vemos una obra de arte antigua salir de los limbos,

despertada por una obra presente?

­No se trata, en casi ninguno de los casos que usted cita, de pura Repetición

Inútil: se necesita, en efecto, un "despertar", para retomar el término budista.

La llamada del 18 de junio es ese despertar, así como un dibujo de Picasso

despierta una figurilla cicládica. En cuanto al elefante, es un modelo de esa

sabiduría oriental de la que acabamos de hablar, que ni siquiera necesita una

decisión para acordarse de la metamorfosis: el sueño imposible del occidental.

Hay que tener cuidado con esa palabra, metamorfosis, que Malraux emplea en dos

sentidos casi opuestos, como para mandar a su lector a freír espárragos. La

Repetición Inútil metamorfosea las formas dadas pero no inventa nada. Así, en el

principio de El espejo de los limbos la tierra se metamorfosea a sí misma, pero

como lo hacen los insectos, sin crear nada. Hay en Malraux la negra impresión de

que la cantidad de formas disponibles en la naturaleza es limitada. Es por eso

que la metamorfosis de las obras, que es la de los dioses, y que no tiene fin,

constituye un enigma, una maravilla y casi un milagro, aun si es precaria.

­Por un lado, la maravilla (Malraux, "traficante de maravillas"); por otro, la

ruindad (el cuerpo destinado a las larvas). O bien la realidad es nula, o bien

estamos en lo irreal. Queda el arte. Pero el arte... ¿Es la maravilla que

hallamos a pesar de la ruindad?

­Más bien a través de ella, al final de ella. Piense en Goya. Pero "arte" es

decir muy poco. Encontramos en Malraux de manera recurrente la convicción de una

afinidad primera de la infancia con la maravilla. Se trata, claro está, del

"hombrecito" de Picasso, pero también de Corniglion­Molignier dejando caer su

avión en medio de un huracán de granizo, con el rostro iluminado como el de un

niño que ha visto algo maravilloso. La capacidad de maravillarse está al

principio, es incluso originaria. El arte no consiste tal vez más que en el

respeto que concedamos a esa capacidad, que es la de oír la maravilla posible

incluso en la ruindad, como el ejemplo del piloto lo muestra. Aún más, nada

importa la peor ruindad, al experimentar la cualidad del maravillarse. Es por

esto que no se firma verdaderamente más que con sangre negra, con la sangre de

los muertos.

­Sí, la bailarina khmer como una aparición. Desde las carnicerías del '14 las

bailarinas no bailan más que al borde de las fosas. Y usted supone que ya desde

la infancia se pasa siempre por ahí: en el primer capítulo, usted pone a un niño

pequeño al borde de una tumba abierta. Una "obertura", en el sentido musical...

­Tal vez. Inventada con mis propios riesgos y peligros. Sabe, la única manera de

ser fiel a la creación es inventar, si no, seríamos tan sólo amateurs. La escena

del niño junto a la fosa vale como obertura musical, en efecto, pero su regla

opera de modo recurrente en toda la obra­vida Malraux que intenté leer,

escribir, como amateur del arte. Misma intención "iniciante" y musical cuando el

prisionero que se ha fugado franquea la línea de demarcación en el '41, y todo

eso, esos episodios, entregado a los limbos que en realidad lo inventan.

­Lo que es seguro, en cambio, es esta conversión a la cual nos hace

misteriosamente asistir su libro, esta metamorfosis de la madre funesta, la que

se ha ido ligada con la muerte, en una madrede las maravillas, madre invisible

que en el arte es fuente de presencias, "que puede dar vida a las obras en la

muerte de los siglos", y de la que el artista, al firmar, quiere obtener el

refrendo. De modo que habría dos madres, la mala y la buena. ¿Pero son dos

madres o dos figuras de una sola y la misma madre?

­Según mi lectura, sin dudar, dos aspectos de una sola figura maternal.

Obstinadamente proscrita en su conjunto. Pero netamente más presente bajo su

máscara maléfica. Me entregué a la tarea de darle su parte a la bienhechora. Su

efluvio exhala por aquí o por allá, a la manera de un lapsus, como en esa frase

caída de no se sabe dónde en medio de un pasaje de El espejo de los limbos: "Las

madres no solamente frecuentan las tinieblas." No son sólo las Moiras crueles.

Bastaría con un pequeño recuento "no profesional" para asegurarse de que el amor

maternal es el modelo de la perenne adhesión que una obra puede suscitar. Es

probable que haya exagerado la importancia de la Donadora, si uno se apega a lo

que dicen los textos; ¡pero estoy seguro de no haberme equivocado! Aquí habría

que desarrollar y justificar el importante lugar que el libro concede a las

relaciones de Malraux con las pocas mujeres que amó. No intento con esto develar

el menor "secretito" (no evoco nada que no sea ya público) sino hacer comprender

cómo su relación con lo "sexual", en el sentido profundo de una alteridad

indomeñable, pone a prueba su resolución cubista. ¡Qué ruindad, por una vez,

sentir la necesidad de amar!...

­La misma ambigüedad, a lo largo de todo el libro, trabaja la cuestión de la

firma. Unas veces activa, otras pasiva. Rubricamos, somos rubricados. Aquí

ofrenda y allá retirada. Hecha para atravesar, para cortar en seco o, al

contrario, buscar el contacto. Sin contar todos los casos, que no voy a

enumerar, todas las situaciones en las que uno se encuentra, como por milagro,

relevado de esa obligación de firmar; ya sea que el deseo, como en Asia, se case

con quien lo niega; o que la voluntad, en algunos (pensemos en Mao, en Gandhi,

en De Gaulle), "da a la repetición de lo mismo una apariencia que se excluye de

esa obligación". Pero, dispensas incluidas, porque hay que incluirlas (véase al

gato que firma sin firmar, pero firma), eso hace en total muchas firmas. Digamos

más bien una firma singularmente ilegible. Enredada como una rúbrica. Como el

nombre mismo de Malraux, que no es, si lo he leído bien, más que el punto

geométrico de todas esas firmas.

­¿Punto geométrico?, es usted muy bueno: ese punto supone un espacio estable,

idéntico para todas las figuras que se relacionan con ese punto. Pero si usted

considera que la firma con el nombre establece la filiación, entonces la cosa se

complica. Porque se dice ­de la revolución rusa y de la renovación gaullista­

que no se hereda por sucesión simple, sino en tanto que las obras nos eleven a

la altura de los antecesores. Ser el hijo no es nada. La herencia exige la

metamorfosis. Se hereda de Rembrandt si se es Picasso. Si, justamente, se ha

metamorfoseado el espacio (y la luz, etcétera). Si el artista ha aceptado

sumirse en la angustia de ya no repetir la firma del maestro, de ya no saber

firmar. Toda firma verdadera se forma así, a partir de varias firmas tachadas.

Se hace de tachaduras y de correcciones, y es por esta razón que resulta difícil

descifrarla. Y sin embargo es lo esencial. Porque no es el individuo viviente

llamado Malraux quien da existencia a su firma, sino que es la obra firmada la

que tiene la oportunidad de escapar por un tiempo al nombre y al olvido de la

Repetición Inútil. El que firma con ese nombre no es el señor André Malraux,

sino una colectividad metamórfica, si puedo decirlo así. Exactamente eso que

Malraux, en el ocaso de la vida, llama un "bloque". El "bloque Michelet", por

ejemplo, que él descubre durante la guerra del '40 en contacto con la gente

abandonada y prisionera. Michelet es quien ya ha firmado a esa gente, De Gaulle

va a firmarla a su vez, y Malraux hace el refrendo al escribir Les Noyers de

l'Altenbourg. Los bloques tienen entre sí relaciones de intrusión: hay Barrès y

Maurras en el bloque Michelet­De Gaulle, hay Chateaubriand en el bloque

Malraux­Michelet. Tal es la extraña topología del precario registro de las

obras. Uno no termina de tallar esos bloques, de descifrar esas firmas.

 

 

Traducción: Una Pérez­Ruiz

La Jornada Semanal,

24 de noviembre de 1996

 

 


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